La Corrida - Javier Etchemendi

La Corrida - Javier Etchemendi

La corrida

 

 

1

Juan José permanecía sin hablar, con los ojos abiertos y la mirada perdida. No había probado la comida, y el juego de cubiertos destellaba bajo la luz de los cristales que colgaban sobre él. Había transcurrido poco tiempo desde que propinara el golpe sobre la mesa, y el contenido del vaso aún goteaba sobre el parquet de arce.

Desde donde estaba se oía el sollozo de Pilar, su mujer, pero no hizo ademán alguno por levantarse a consolarla.

Afuera se habían encendido los aspersores del riego, y  ya se  podía sentir el aroma del césped que rodeaba la piscina. Un chorro de agua impactaba regularmente sobre una bolsa de fertilizante, y el sonido hacía recordar el temblor de una cometa cuando levanta el vuelo.

La casa era nueva, igual que las demás. El barrio privado los había atraído por sus enormes ventajas en seguridad, y por la firma del arquitecto; pero fueron las áreas compartidas las que habían terminado por seducirlos: el pequeño muelle junto al atracadero, que contaba con personal de mantenimiento, y la presencia de un caballerango de tiempo completo.

Cada casa disponía de un espacio para uno o dos caballos, aunque ellos aún no se habían decidido por ningún animal.

Durante dos fines de semana habían recorrido los stud, buscándolo, más por vanidad que por osadía.

Los animales eran soberbios, algunos altísimos y nerviosos, otros, sobre sus camas de paja, parecían pitones oscuros y brillantes.

Pilar, no soportaba el intenso olor a creolina. Aunque lo peor de la incursión había sido la basura acumulada en las calles, y la gente, bebiendo en el cordón de la vereda, en plena mañana; las casas achaparradas, unas junto a otras, con pequeñas callejuelas de tierra entre medio, y el ruido, intenso, de las radios; el calor y las moscas.

Desde adentro del automóvil se veía, como en un cine, la marea de gente y de perros abriéndose frente a la bala plateada y lenta que los atravesaba, y luego, indolente,  la carne volvía a cerrarse, como expulsándolos.

Después de un tiempo, terminaron por postergar indefinidamente la compra, y alquilaron el espacio a otra familia mucho más entusiasta.

Pero lo más importante del lugar que habían elegido para vivir, era la discreción. Las casas estaban exentas unas de las otras, con cientos de metros de separación, y protegidas por una red invisible tejida con hilos de discreción y privacidad, dos aliados perfectos para la vida que les gustaba llevar.

 

 

2

Pilar, sentada en el piso de la cocina se apretaba los codos con las manos. Lloraba. La luz pasaba a través del arco de las copas colgadas boca abajo, y llegaba hasta sus piernas. Tenía puesta la pollera morada, casi roja, que había dado inicio al incidente, y la blusa blanca que originara los gritos del escándalo del mes anterior.

Juan José, continuaba sin hablar. Pilar, pensó en llamar a su madre pero de inmediato desechó la idea, concluyó que eso complicaría aún más las cosas; tal vez a Fagúndez, su abogado, en realidad el abogado de la familia; vivía próximo a la costa y podría llegar rápidamente. Pero todavía no estaba segura de nada. Tenía que empezar por levantarse del piso y dejar de darse lástima.

La fuente de la ensalada estaba irremediablemente destruida; apenada recordó el viaje por México y el lugar exacto en donde la había comprado, era irremplazable. Con el primer grito de Juan José se le desprendió de las manos, y la vio rebotar sobre el extenso porcelanato de la cocina. Parte de la ensalada estaba adherida a la base del refrigerador, gris, plomizo, enorme como un ropero. Detestaba aquel artefacto. Cada vez que lo usaba revivía el dolor de la costilla quebrada por el golpe, unos meses atrás; recién acababan de instalarse; en retrospectiva, reconoció que había sido un descuido de su parte, podría haberse evitado.

Se levantó sin esfuerzo, y alisó mecánicamente la pollera. Reacomodó el reloj en la muñeca, frotándose el hueso que se adivinaba debajo de la piel apenas bronceada. Miró de reojo hacia el comedor, enorme como una plaza, la mesa ovalada, las estatuas, que a él tanto le gustaban, diseminadas alrededor, eléctricas como una tribuna, asistiendo pálidas a su crispación.

Siempre disfrutó del buen gusto de su marido, de su noción casi instintiva para colocar un objeto junto a otro; o para hacer obsequios, incluso a gente que apenas conocía.

Apartó los ojos sin desear enfrentar la situación.

Oía el sonido próximo de las olas rompiendo sobre la playa.

Pensó que era una noche estupenda para salir a caminar. Podría ir hasta el muelle a observar la salida de algún velero, y quizás hasta animarse a pedirle a Juan que soltase el de ellos.

El miedo le cayó sobre la espalda. Las lágrimas volvieron a asomar y la cocina desapareció momentáneamente. Se enjugó el rostro con el quitapenas que le gustaba tener sobre la isla de mármol, pero que nunca usaba, también procedente de un viaje. No se quejaba, se podía decir que aquel hombre la había llevado a recorrer el mundo; se habían hospedado en hoteles maravillosos, y hasta coquetearon con la posibilidad de comprar una casa en las islas, para las vacaciones.

Pero el equilibrio, siempre precario, había terminado por romperse. Las crisis eran cada vez más frecuentes.

Juan José era un hombre, parecía un hombre, y sin embargo… Apartó la idea como aventando una mosca; molesta pensó en su propia  y aparente debilidad a la que se sumaba una actitud refinada y conciliadora.

Y los hijos, mudos, ausentes, nunca se había terminado como mujer. –No soy una mujer- pensó – soy una maleta-  Un ahogo interrumpió el flujo de los pensamientos.

Por un instante quedó en suspenso, repasando el entorno con la mirada, como despidiéndose, y resuelta avanzó hacia el comedor. Sabía que esta vez no era como las anteriores. Las cosas habían cambiado. Su actitud desafiante lo había complicado todo.

Allí estaba él, empecinado en su silencio cerril que, por primera vez, se le antojaba celestial. Dio vuelta a la mesa como orbitándola, observándolo directo a los ojos, enormes, celestes, fijos. Con una finta esquivó una de las sillas, y se alejó hacia la pared, para regresar sin darle la espalda, siempre moviéndose, picándolo. En el camino sus ojos se detuvieron sobre un disco de Mahler. Mentalmente abominó de Mahler, aborreció sus disonancias y sinfonías absurdas, y la distancia enorme que colocaba entre ambos. Jamás había entendido aquella música que a él lo inducía a un estado parecido al del trance.

Se sostuvieron la mirada sólo un segundo, eterno, hasta que ella declinó, y terminó con las manos sobre  los hombros rígidos de él. Volvió a llorar. Esta vez el cuerpo se le sacudía en espasmos dolorosos.

La cabeza de Juan José cayó sobre el pecho, abatido, como harto de aquella situación, y así se quedó, con el mentón apoyado sobre la corbata de color gris, impecable.

 

 

3

Había propinado el golpe sobre la mesa como cerrando una puerta, la suya propia, para siempre. Estaba muy cansado, habían sido siete años agotadores. -No todos fueron malos- pensó, recorriendo con la mirada las estatuas que ocupaban el perímetro del comedor.

En el principio, como todo lo que inicia, tuvieron momentos de verdadero cariño, de compañerismo, hasta, quizás, muestras de amor. Él no era bueno para el amor, por lo pronto no lo había sido con Pilar. El casamiento vino a entretener las fauces del monstruo que amenazaba con devorarlo. Había logrado abstenerse por grandes periodos. El tiempo que transcurría entre episodio y episodio lo envalentonaba, hasta hacerle pensar que podría superarlo.  -El tiempo es como una puerta giratoria- sentenció, -que sin darme cuenta me deja parado en el mismo lugar de incertidumbre- concluyó, alzando las cejas en uno de sus gestos característicos.

 Todas las veces que caía rendido a sus propios impulsos, terminaba castigando a Pilar, y le profería los insultos que hubiese deseado gritarse a sí mismo. La culpaba interiormente por no darse cuenta de nada, o por darse cuenta y no liberarlo; en todo caso, en esos momentos, la odiaba; como ahora, que la detestaba por estar siempre perfecta, atlética y sexual, sin mácula y dispuesta, la esposa ideal.

Las escaramuzas en la cama nunca habían pasado de extenuantes ejercicios de gimnasia. Nunca llegaron los hijos, ni tampoco el deseo.

Acababa de gritarle por la blusa recién comprada, que en realidad era su propia corbata de la tarde; la camisa y la corbata, y la puerta giratoria que lo arrojó semidesnudo al interior de un vestidor. La corbata que no deseaba comprar, y la camisa que no necesitaba, pero el vendedor estaba mirándolo a través del espejo,  y fue como si le ordenase que entrara y se desnudara, lo miraba desde su pantalón de sastre, y desde sus zapatos magnéticos que le ordenaron seguirlo hasta el salón de pruebas, apartado del recinto principal.

Una casa de hombres, para hombres: cómodos sillones, mesas con whisky, alfombras oscuras y  discretas, como el dinero que escondían.

Él era un cliente habitual; el vendedor, además de observarlo como se observa a un fino par de guantes, lo había llamado por su nombre, no por su apellido. –Juan José, ¿cómo está?- había dicho –tengo algo para usted- completó la frase, trabando la cadera, casi imperceptible, y él pudo sentir un ramalazo de sangre inundándole el rostro. Se vio a sí mismo extender la mano que fue atrapada entre otras, y el perfume denso,  varonil, lo sublevó al abofetearle la nariz. Elevó los ojos como una súplica y el nudo de la corbata comenzó a deshacerse. La camisa fue abierta como una cama para estrenar y pronto las manos de uno estuvieron ávidas en el cuerpo del otro.

 

Miró el vaso volcado sobre la mesa, y sintió el sonido del agua que goteaba sobre el piso –quedará una mancha- pensó, al tiempo que oyó el estrépito de algo que se rompía en la cocina.

Irracional, se escuchó decir aquellas palabras hirientes, y comenzó a levantarse sin saber para qué, quizás para irse de una vez por todas, o para llorar junto a su mujer, o para castigarse, castigándola.

Lloraría de rabia e impotencia, porque en el fondo sabía que no tendría el valor para librarse, su mujer representaba el contrapeso en su vida, la normalidad necesaria para que en su universo todo funcionara.

Sabía que los golpes que ella recibía se expiaban con un nuevo viaje, o con aquella casa, enorme y desproporcionada, como su relación.

«Pilar, la carcelera», como solía pensarla cuando bebía o cuando la golpeaba, sobre todo cuando la golpeaba. Él, bien sabía que no eran golpes de violencia sino de humillación. Deseaba humillarla por no haberse conseguido un hombre mejor. Por aceptar aquella transacción enfermiza, por casi disfrutarla, al punto de saber qué resortes accionar para hacerlo estallar.

Sin voltearse, escuchó los pies desnudos de Pilar corriendo hacia él, sabedora de que un abrazo a tiempo diluiría aquella tormenta.  Terminó por sentarse, aguardando agradecido por el bálsamo que esparciría el gesto de su mujer.

 

 

4

Pilar, repasó mentalmente la situación tratando de descubrir en qué punto todo se había salido de control: la comida había estado a tiempo, en su lugar; la botella con el agua, fría, pero no demasiado; los cubiertos apropiados para el martes, día en que cenaban pescado;  la ensalada fresca, recién preparada. Recordó la llamada telefónica y el tono irritado de su voz: «estoy en el atelier», había disparado, apenas escucharla. Recordó haber olvidado en un descuido la tarjeta de crédito y la factura, sobre la consola del comedor, justo debajo de la lámpara encendida. Rememoró en un flash back el bufido, el golpe sobre la mesa, las palabras «puta de mierda», resonando como una campanada;  el tintinear del acero, el estrépito de la bandeja sobre el porcelanato, y el ademán de Juan José para erguirse.

Recordó, también, su propia carrera, descalza, porque así  le gustaba cocinar, y el pincho del pescado en forma de U, traído de Lisboa (que formaba parte de un juego) con la empuñadura repujada y soberbia. Conmemoró el ángulo de su codo, casi a la altura de los ojos, y la estocada de puntillero con que lo había enterrado entre los omóplatos de su marido.

 

 

Javier Etchemendi

Javier Etchemendi <jetche2000@hotmail.com>